Chile se encuentra nuevamente en un momento clave de su historia política. La carrera presidencial, aunque todavía lejana en el calendario, ya empieza a mostrar sus cartas. Lo preocupante es que entre esas cartas, los extremos siguen ganando terreno.
Las posiciones radicales, tanto de izquierda como de derecha, parecen imponerse como las únicas alternativas posibles, empujando al debate público a trincheras cada vez más estrechas, donde la democracia corre el riesgo de ser utilizada como un medio para alcanzar el poder, pero no como un fin que se respete.
Uno de los temas que más ha sufrido en este juego de extremos es la migración. Mientras desde un sector se plantea sin pudor “sacarnos a todos en un barco”, llegando incluso a vincular el derecho al voto migrante con una victoria para el Tren de Aragua, desde el otro extremo se banaliza una de las crisis de movilidad forzosa más graves del continente, acusando a quienes cruzan pasos no habilitados de hacerlo “porque les gusta hacer las cosas mal”.
Ambas posturas son peligrosas, porque no sólo desinforman, sino que deshumanizan. Usan a las personas migrantes como botín electoral o como chivo expiatorio, sin hacerse cargo de los desafíos reales que enfrenta el país ni de las oportunidades que también representa una migración bien gestionada.
Por eso, debemos ser especialmente cautos. No faltarán quienes intenten jugar con la esperanza de los miles de migrantes que hoy se encuentran en situación irregular, prometiendo regularizaciones masivas que no impulsaron cuando fueron parte del gobierno en ejercicio.
Es tiempo de esperar con calma, de observar con atención y de decidir con responsabilidad. Chile necesita recuperar el crecimiento económico, la estabilidad institucional y la cohesión social. Y para ello no bastan discursos encendidos ni promesas vacías: se requiere seriedad y voluntad de diálogo.